Ya dije alguna
vez que el Amor y la Muerte eran los dos grandes temas de nuestras vidas. El
amor, tan inseguro y caprichoso; la muerte, tan cierta e inoportuna. Y expuse
una vieja idea mía: la inmortalidad, la idea misma de ser inmortales, resulta
insoportable para los seres humanos. Incluso acuñé un neologismo para intentar
plasmar esa inquietud,
esa desazón mental, frente a un tiempo infinito, una eternidad en la que hubiera
de instalarse nuestra vida: eonofobia, temor
a la eternidad.
Mejor esta
humanidad nuestra, afirmaba entonces, de dioses ínfimos y mortales, gozando de
la impagable libertad de equivocarnos, de errar el camino y empezar de nuevo.
Bendita, sobre todo, la posibilidad de olvidar, vedada a los que no mueren: “We are immortal, and do not forget; we
are eternal; and to us the past is, as the future, present” (Somos
inmortales y no olvidamos; somos eternos, para nosotros el pasado está, como el
futuro, presente), dice uno de los siete Espíritus a Manfred, en una obra de
Byron de la que luego hablaré. Otro de los grandes temas: el olvido. Sobre esta
realidad, esta característica funcional de nuestro cerebro, me gustaría hoy
insistir un poco.
Hay quien no quiere olvidar. Quizá recordéis,
de Tristán e Isolda, aquel perro fantástico, Petit Cru, que un hada entregó al
rey de Gales, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar todos los
recuerdos tristes. Tristán padeció los peligros de la guerra, sólo para
conseguirlo y enviarlo a Isolda, para que así olvidara. Isolda quiso compartir
su sufrimiento con Tristán y arrojó el cascabel al mar. Para no olvidar, para no olvidar sola.
En cambio, la
infantina Blanca Flor, en la deliciosa Farsa
infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y
el Príncipe Verdemar contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina
insinúa: Dicen que hay una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre
al otro extremo del mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se
olvida al beber sus aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin
beberlas, contesta tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no
la fuente. Cuando una peregrinación es larga, se olvida siempre.
El olvido es
algo tan importante, tan nuclear en nuestra existencia, que en muchas
circunstancias sentimos la necesidad imperiosa de olvidar. O, por el contrario,
nos asusta y aterra la posibilidad de olvidar. En la poesía, en el teatro, en
las leyendas, en las historias, está muchas veces presente esta preocupación
por el olvido; porque te olviden o por olvidar. Es tan corto el amor, y es tan
largo el olvido, cantaba Pablo Neruda. Otro poeta muestra sus preferencias:
Mejor morir por tu amor que morir de tu olvido. Y a todos nos aterran muy
particularmente esas enfermedades que tienen como rasgo común la pérdida de la
memoria, la incapacidad para recordar.
La necesidad de olvidar, para tornar tolerable la vida, puede sentirse
con gran intensidad. Manfred es un
poema dramático —también es eso que se ha llamado en inglés un closet drama— que Lord Byron compuso a
principios del siglo XIX, en medio de graves problemas personales y un rechazo
social evidente, tras su fallido matrimonio y ciertas muy extendidas sospechas
de una relación incestuosa con su hermanastra, Augusta Leigh. La obra es muy
del gusto romántico, con espíritus, demonios, brujas, fantasmas y un final debidamente
trágico. No falta nadie.
El protagonista, Manfred, es un noble atormentado por un violento complejo de culpa. Su inquietud le lleva a
invocar la ayuda, mediante conjuros, de Siete Espíritus. Cuando estos le
preguntan, ¿Qué quieres de nosotros, hijo de mortales?, dice una sola palabra: olvidar.
Los Siete Espíritus contestan que no está en su esencia, en su poder, el controlar
los hechos pasados y no pueden satisfacer su demanda. Para olvidar tendrá que
morir. Manfred muere y sus últimas palabras son para el abad de San Mauricio: Old man! ‘t is not so difficult to die (Anciano,
no es tan difícil morir). He’s
gone, his soul hath ta’en its earthless flight; whither? I dread to think
(Se ha ido, su alma ha iniciado su vuelo no terrenal. ¿Adónde? Me asusta
pensarlo), dice el abad.
(continuará)
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