El temor a
olvidar puede llegar a angustiarnos. Los recuerdos son el hilo que vertebra
nuestra conciencia, los materiales con los que
edificamos nuestra personalidad. Cuando en el año 138 a. C. las huestes
romanas llegaron al río Limia, en Galicia —al que llamaban Lethe e
identificaban con el Letheo, el río del Hades de la mitología griega, que
borraba la memoria de los que lo cruzaban—, los legionarios se negaron a
proseguir. El general que los mandaba, Décimo Junio Brutus Gallaicus, tuvo que cruzarlo el primero y ya en la otra orilla
habló a sus veteranos en su lengua latina de siempre y los llamó por sus
nombres, para disipar en ellos el miedo a la amnesia producida
por sus aguas.
Para algunos, en
el Hades había otro río, el Mnemósine, que tenía justamente los efectos
contrarios: sus aguas hacían recobrar la memoria de todas las cosas. Después de
la muerte, a cada uno se le ofrecería la posibilidad de elegir el agua de uno
de los dos ríos para beber. O bien olvidarlo todo o bien recordarlo todo. Una
elección quizá nada fácil, amigo lector, para muchos de los humanos.
Existen muchas
fantasías sobre los medios para lograr el olvido. Aprovecho para recordar a mis
lectores un escritor español del XVII, Cristóbal Lozano, del que no diré nada
más, cuya biografía se puede leer fácilmente en la red. En el primer tomo de un
curioso libro suyo, Historias y Leyendas,
leo la de Moisés y Taibis, sin ninguna base histórica o documental. Según esta,
Moisés habría permanecido en la corte del faraón, llegando a mandar el ejército
egipcio. Derrotó a los etíopes y los persiguió hasta su país, en donde sitió la
ciudad de Sabá, en la que se habían refugiado. Tenía el rey de Etiopía “una
hija agraciada; aunque morena, donosa en el aseo, bizarra en el talle, briosa
en las acciones”. Taibis, que ese era su nombre, enamorada de la fama de
Moisés, andaba ansiosa por verle y lo logró, “dejándose cautivar de su gala y
gentileza”.
Una noche,
acompañada de una fiel criada y disfrazadas como varones, pudieron llegar hasta
Moisés, quien, al saber que era la princesa, la trató con la debida cortesía.
Confesó ella que “le estaba, por la fama, aficionada mucho, y habiéndoos visto,
claro está que estaré más”. En fin, le dijo, “si lo inmenso de mi amor, si el
extremo de mi arrojo, si lo grande de mi fe pueden recompensar y suplir la
blancura que me falta, la beldad de que carezco, admitidme esclava con el
honroso título de esposa, y yo pondré a vuestros pies esta ciudad y el reino de
mi padre”. La princesa sabía hablar y ofrecerse.
Moisés quedo
pasmado del suceso, sigue contando Lozano, y tras pedir consejo se avino a los
propuesto. Con magnífica pompa fue recibido con los suyos en la ciudad, en donde se casó y en
tálamo real gozó de su enamorada etiopisa (sic). No duró mucho el casorio,
porque, como apunta certeramente el escritor, “una negra, por más que le
adornen los aseos es siempre cara de noche” —es que Lozano no conoció a la
Naomí Campbell ni a otras bellezas de su raza—. Moisés empezó a preparar su
vuelta a Egipto y cambió ostensiblemente en su comportamiento con la princesa.
Esta reaccionó, como ocurre a veces, redoblando sus caricias y halagos.
Viendo Moisés
que con desvíos y desaires no podía desasirse de ella, procuró valerse de su ciencia, como famoso astrólogo que era.
Fabricó un anillo de oro y en una piedra preciosa que le puso por engaste pintó
su retrato. Taibis lo recibió gustosa y apenas lo miró “se llenó de olvidos del
que idolatraba tanto”. Tan eficaz fue el tratamiento que cuando partía Moisés
con sus soldados y con sus riquezas no hizo la princesa la menor demostración
de sentimiento, sino que, olvidada de que era su esposo el que se ausentaba, le
despidió con mil agrados y se quedó
contenta.
Talmente
como la hija de una amiga mía, que acaba de divorciarse, que se quedó como
perro al que le quitan pulgas. Y sin necesidad de ninguna clase de anillo. Lo
que son las cosas.
García Márquez habla en Cien años
de soledad de ‘tiempos reservados al olvido’. Otros son dedicados al
recuerdo. La vida nos va dictando sabiamente, en cada momento, lo que conviene.
Es desolador saber que hay seres humanos que apenas tienen cosas felices que
recordar. Quizá algo en su infancia. Demasiado poco. Nada.
Para terminar, como puro estrambote, una cita de William Bernbach, el
conocido publicista estadounidense: La diferencia entre lo que se olvida y lo que
permanece es el arte.
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