Lector amigo, empiezo con una noticia de mínima trascendencia:
voy a abandonar este blog con su diseño actual. Últimamente he escrito, salvo
cuando estoy fuera de Madrid, con más frecuencia de la que era normal. Es sólo
para llegar a las doscientas entregas —un pequeño capricho—, hacerlo cuanto
antes y terminar. Reservo las dos finales para explicar por qué lo hago y por
ahora no diré más. Quería simplemente anunciarlo, quizá hasta para así comprometerme, para
aventar posibles flaquezas.
Me hubiera gustado escribir sobre muchas más cosas… y hubiera sido
tal vez una de las infinitas formas de la vanidad. Todo es vanidad. Cuando
escribía el otro día sobre esa expresión de ‘matar el tiempo’, me preguntaba
sinceramente si mi blog no era también el empeño en una tarea completamente
prescindible.
Me hubiera gustado exponer algo más de mi obra. Aunque
lo he hecho a veces, he mostrado una ínfima parte de la misma. Ahora querría
escoger algún texto corto más. Lo haré de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Amo a los personajes que voy creando; me
acompañan y salvan cuando me cerca la infinita sordidez del mundo. En realidad, esta es la última razón por la que
escribo: refugiarme en ellos, cuando me siento harto de las mujeres y de los
hombres que me rodean. Me consuelan y me proporcionan la ilusión de que la vida
no es tan vulgar, irredimible y ramplona como parece a veces.
De los de esta novela, me gusta más que nadie Marta, una jueza
enamorada de su primo Roberto desde que era una niña y en la que este ni
repara, mientras ella se mantiene fiel y no siempre esperanzada. Está en los
primeros años treinta y no ha conocido el amor. Es inteligente, tierna,
valiente y tímida —según las ocasiones, como todo el mundo—, con el lenguaje a
veces de un carretero con el carro encallado en el barro. Está pensando en
estos momentos en lesionar, en dejar ciego como sea al primo, para después
mimarlo y cuidarlo mejor que nadie. Trata de preparar una especie de bomba
contra él. La obra es una farsa, un juego algo disparatado, de principio a fin, y esta actitud
suya no puede conllevar ninguna condena moral. Un poco del texto de la novela:
―¡Joder!, se le escapó la expresión, incontenible.
El piso era grande y Marta se encontraba en una habitación
apartada, que no tenía un uso definido y en la que se habían refugiado
tradicionalmente los distintos miembros de la familia en sucesivas generaciones
para las más diversas tareas. Fundamentalmente, cuando no querían ser
molestados. Aun así, el grito de la chica fue tan brutal que su padre, que
estaba en el otro extremo de la vivienda, lo oyó y preguntó, asustado:
―¿Qué pasa, Marta? ¿Te ocurre algo?
―No pasa nada, papá. Es que estoy elaborando un informe un
poco complicado y lleno de sorpresas.
“Añádanse veinte quilos de clavos o tornillos y mézclese muy
bien todo con la dinamita. Apartar y añadir dos cabezas de ajo y polvo desecado
de serpiente...”, siguió leyendo. Marta no salía de su asombro. ¿De dónde he
sacado yo esto, por Dios? ¿Cómo ha podido ser? ¿Qué cosas he confundido yo
aquí? Claro, con las prisas. Se imaginó a su pobre primo saltando por los
aires, despedazado y pulverizado por el explosivo y no pudo evitar un
copiosísimo, valorado con cualquier criterio, llanto. ¡Qué barbaridad!, volvió
a exclamar. Siguió leyendo otros apuntes. No, esto tampoco funciona. Hay que
abandonar todo esto. Además, ¿de dónde podría yo sacar ahora el polvo de
serpiente? Menudo genio tenía la doctora que le correspondía en el ambulatorio,
su médica de cabecera, a la que había recurrido en alguna ocasión para que le
recetara cosas mucho más corrientes. ¡Cómo para pedirle polvo de serpiente! Me
podría hacer allí mismo la autopsia.
(continuará)
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