11 de octubre de 2014

Marta enamorada y furiosa


Lector amigo, empiezo con una noticia de mínima trascendencia: voy a abandonar este blog con su diseño actual. Últimamente he escrito, salvo cuando estoy fuera de Madrid, con más frecuencia de la que era normal. Es sólo para llegar a las doscientas entregas —un pequeño capricho—, hacerlo cuanto antes y terminar. Reservo las dos finales para explicar por qué lo hago y por ahora no diré más. Quería simplemente anunciarlo, quizá hasta para así comprometerme, para aventar posibles flaquezas.

Me hubiera gustado escribir sobre muchas más cosas… y hubiera sido tal vez una de las infinitas formas de la vanidad. Todo es vanidad. Cuando escribía el otro día sobre esa expresión de ‘matar el tiempo’, me preguntaba sinceramente si mi blog no era también el empeño en una tarea completamente prescindible.

Me hubiera gustado exponer algo más de mi obra. Aunque lo he hecho a veces, he mostrado una ínfima parte de la misma. Ahora querría escoger algún texto corto más. Lo haré de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Amo a los personajes que voy creando; me acompañan y salvan cuando me cerca la infinita sordidez del mundo. En realidad, esta es la última razón por la que escribo: refugiarme en ellos, cuando me siento harto de las mujeres y de los hombres que me rodean. Me consuelan y me proporcionan la ilusión de que la vida no es tan vulgar, irredimible y ramplona como parece a veces.

De los de esta novela, me gusta más que nadie Marta, una jueza enamorada de su primo Roberto desde que era una niña y en la que este ni repara, mientras ella se mantiene fiel y no siempre esperanzada. Está en los primeros años treinta y no ha conocido el amor. Es inteligente, tierna, valiente y tímida —según las ocasiones, como todo el mundo—, con el lenguaje a veces de un carretero con el carro encallado en el barro. Está pensando en estos momentos en lesionar, en dejar ciego como sea al primo, para después mimarlo y cuidarlo mejor que nadie. Trata de preparar una especie de bomba contra él. La obra es una farsa, un juego algo disparatado, de principio a fin, y esta actitud suya no puede conllevar ninguna condena moral. Un poco del texto de la novela:
 
―¡Joder!, se le escapó la expresión, incontenible.

El piso era grande y Marta se encontraba en una habitación apartada, que no tenía un uso definido y en la que se habían refugiado tradicionalmente los distintos miembros de la familia en sucesivas generaciones para las más diversas tareas. Fundamentalmente, cuando no querían ser molestados. Aun así, el grito de la chica fue tan brutal que su padre, que estaba en el otro extremo de la vivienda, lo oyó y preguntó, asustado:

―¿Qué pasa, Marta? ¿Te ocurre algo?

―No pasa nada, papá. Es que estoy elaborando un informe un poco complicado y lleno de sorpresas.

“Añádanse veinte quilos de clavos o tornillos y mézclese muy bien todo con la dinamita. Apartar y añadir dos cabezas de ajo y polvo desecado de serpiente...”, siguió leyendo. Marta no salía de su asombro. ¿De dónde he sacado yo esto, por Dios? ¿Cómo ha podido ser? ¿Qué cosas he confundido yo aquí? Claro, con las prisas. Se imaginó a su pobre primo saltando por los aires, despedazado y pulverizado por el explosivo y no pudo evitar un copiosísimo, valorado con cualquier criterio, llanto. ¡Qué barbaridad!, volvió a exclamar. Siguió leyendo otros apuntes. No, esto tampoco funciona. Hay que abandonar todo esto. Además, ¿de dónde podría yo sacar ahora el polvo de serpiente? Menudo genio tenía la doctora que le correspondía en el ambulatorio, su médica de cabecera, a la que había recurrido en alguna ocasión para que le recetara cosas mucho más corrientes. ¡Cómo para pedirle polvo de serpiente! Me podría hacer allí mismo la autopsia.

(continuará)

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