Interrumpí
hace ya meses este blog porque había alcanzado una extensión excesiva, muy
alejada de mis propósitos. Escribo hoy una entrada excepcional, dedicada a una muy
querida amiga, también muy singular, que acaba de dejarnos.
La indomable Muerte se llevó a Mary Cordero;
era de las gentes de mi pueblo, Úbeda, que conozco desde niño. El hecho me ha
cogido desprevenido y vulnerable. La Muerte puede caminar a hurtadillas, lo sé muy
bien. Pero la conseja no parecía aplicable a ella, que gozaba de una iluminada vejez,
despierta y creativa, interesada por todo, por las cosas viejas y por las
nuevas. Era una dicha, un premio, una fortuna para sus amigos. Era una mujer
abierta, sensible, cariñosa, capaz de entender, y de querer, a todos, los de su
edad y los más jóvenes. Desde que leyó mis primeros escritos, no dejó de
alabarlos y animarme; la proclamé de inmediato mi agente literaria honorífica
en La Loma.
Me llegó la triste noticia cuando escribía,
en la introducción a un artículo: “Tengo una leve desconfianza hacia el género
humano y me dispongo a dejar el mundo, cuando toque, tras haber contemplado sus
pompas y glorias que no me ofuscaron del todo, con sincera conformidad y hasta con
un poco de aburrimiento”. Todo eso quedó arrasado por la noticia de la muerte
de Mary y comprendí, en un momento, que ella no estaría de acuerdo con mis palabras,
porque era una mujer vital, risueña y volcada al futuro.
Cada uno vive como puede y, en cierto modo,
muere como quiere. He hablado alguna vez de la fatigue de
vivre, la ‘fatiga de vivir’, y me
reconforta este aspecto benefactor, raramente considerado, que también tiene la
Muerte. Federico II de Hohenstaufen, al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de muchos reinos, al final de
su vida, cansado ya de batallar, de intrigar, de intentar convencer, de pactar,
de amenazar y de castigar, anhelaba refugiarse en esa paz que otorga la Muerte.
Era inteligente, culto, soñador, escéptico y hablaba nueve lenguas. Murió en su
cama, con el habito cisterciense. Seguramente compartiría el espíritu del
epitafio latino que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX,
pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el final de la Vía Apia.
Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: Caminante,
detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado
tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos,
ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has
liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora.
El olvido, como el dios romano Jano, tiene dos
caras. Es tan nuclear en nuestra existencia, que se metamorfosea en formas diversas.
A veces sentimos la necesidad imperiosa de olvidar y otras, por el contrario,
nos aterra la posibilidad de olvidar. El protagonista de una obra de Byron, Manfred, un noble atormentado por un complejo
de culpa, invoca, mediante conjuros, a un grupo de Siete Espíritus. Estos le
preguntan, ¿qué quieres de nosotros, hijo de mortales?, y él dice una sola
palabra: olvidar. Para otros, el temor a olvidar
conduce a la angustia. Porque los recuerdos son el hilo que vertebra nuestra
conciencia, los materiales con que edificamos nuestra personalidad.
En el Hades
griego, para algunos mitólogos había dos ríos: el Letheo borraba la memoria de
los que lo cruzaban, que se libraban así de las vicisitudes que vivieron. Otro
río, el Mnemósine, tenía los efectos contrarios: sus aguas hacían recobrar la
memoria de todas las cosas. Después de la muerte, cada uno de los llegados
podía elegir beber el agua de uno de los dos: o bien olvidarlo todo o bien
recordarlo todo. Una elección quizá nada fácil para muchos de los humanos.
Ya dije
que estas divagaciones, que me ayudan a mí, nuestra Mary no las compartiría.
Seguramente estaría mucho más de acuerdo con aquel personaje de García Márquez,
Fermina Daza, de setenta y dos años, que “descubrió que las rosas olían más que
antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes […] que el
amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso
cuanto más cerca de la muerte”.
Mary
era del grupo de mis amigos de siempre. Ellos son
mi pasado, los múltiples espejos en los que me he mirado y reconocido. Veo lo
que hemos vivido juntos y lo que no pudimos o no nos dejaron vivir. Sin ellos
el pasado se esfuma y se desvanece mi historia. Cuando se van, me asaltan los
recuerdos, los sueños, la nostalgia de un tiempo ido que no sé buscar solo. Y constato
que el mundo no es como debiera, que todo está tocado de banalidad, y se
afianza la certeza de que la felicidad es imposible o efímera. Llevo muy mal
que se mueran, cada vez lo soporto peor.
En un relato mío, El reino de Ta, el viejo rey Piasta quiso viajar a Tirnanoge, la
tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el
viaje cuando se le presentaron unas hadas: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir
viviendo cuando hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te
guiaron en la vida, las mujeres que te amaron, los armados compañeros de las
batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien
compartir un recuerdo de infancia o mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de
un río y meditó allí las preguntas de las hadas. Tras pensarlo mucho, decidió
no ir a Tirnagoge y dejarse morir, cuando llegase su hora.
Para expresar mi desánimo tras la muerte de
Mary, tengo que recurrir a otros. A Borges, a un hermoso poema suyo del que
tomo algunos versos deslavazados: Ya no es mágico el mundo, […] sólo me queda el goce de
estar triste. […] Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras
cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el
mar. […] La muerte, ese otro mar, esa
otra flecha.
Y otros versos de un gran poeta amigo, Jaime
Ferrán, al que tuve la suerte de conocer y que murió hace poco. Años antes
había muerto su esposa, Carmen. El poeta lo contó así, con desolada sencillez,
desde su casa en el estado de Nueva York, en el que ese mismo día habían
entrado ciervos en el jardín: No estaba
preparado / para el final. Nunca lo estamos. / Llegó por la mañana. […] Vino la
enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron /
ya no estaban. Tú también te habías ido.
Hay quien no quiere olvidar. En Tristán e Isolda, se cuenta de un perro
fantástico, Petit Cru, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar
todos los recuerdos tristes. Isolda, para no olvidar y compartir su sufrimiento
con el ausente Tristán, arrojó el cascabel al mar. En cambio, la infantina
Blanca Flor, en la Farsa infantil de la
cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y el Príncipe Verdemar
contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina insinúa: Dicen que hay
una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre al otro extremo del
mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se olvida al beber sus
aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin beberlas, contesta
tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no la fuente. Cuando
una peregrinación es larga, se olvida siempre.
Yo querría acogerme ahora, en estos momentos
de melancolía, a lo que se podría llamar la modulación piadosa del olvido: la
gracia de recordar los momentos felices que compartí con Mary Cordero y olvidar
todo lo que me remita a su desaparición. Ojalá lo logre, ojalá lo logremos
todos los que la conocimos.